Pequeña estrella

—¿Tienes que fumar ahora?
—Sí. Es imprescindible.
—Ya.
—No, va en serio… Da igual. ¿Les oyes?
Se volvió. Era difícil no oír los chirridos que hacían las cosas aquellas al desgarrar la realidad, y saltar de una sombra a otra. Pero el caso es que no lo oía.
—No. —se giró y siguió andando, saltando para esquivar ramas y piedras. —Pero he perdido bastante oído ahí atrapada.
Dániel pensó en voz alta.
—Oído y otras cosas.
—Y otras muchas cosas.
El bosque era todo igual, él miró alrededor sin dejar de aspirar humo, intentando orientarse.
—¿No sabes por dónde es?
—Nope. Sé que estos están esperando por el coche ahí arriba. Creo.
—¿Y por dónde entraste antes?
Tosió.
El humo se arremolinó a su alrededor, y él hizo un gesto de contrariedad. Ahora tenía que seguir tragando más.
Pero se tragó todo el humo que pudo, por mucho que le quitase esperanza de vida por segundos hacerlo. Tenía que escuchar, y resollando y tosiendo no podía.
Y, efectivamente, lejanos chirridos empezaron a ascender por debajo de su respiración ahogada. Y, a juzgar por la intensidad y la duración, se estaban acercando por segundos.
—No preguntes.
—Vale. —Aester apretó el paso. —Ahora sí los oigo.
—A buenas horas. —echó a correr, y ella también.
El suelo se convertía  en una pendiente. Bastante abrupta. Subieron trabajosamente, pero Dániel apenas podía respirar y Aester se tropezaba con la falda y los zapatos grandes. Y con las muchas cosas que había perdido atrapada.
—Yo no puedo más —jadeó ella. Esa fue la señal.
Dániel se volvió, sabiendo que si lo decía, era verdad. Aester había llegado al límite de sus fuerzas, lo había superado, y ya no quedaba más de donde tirar. Solo reaccionó como si estuviera esperando esa palabra clave desde el principio. Dio dos pasos hasta adelantarla y se clavó allí.
Se apoyó la mano en el esternón y apretó mientras espiraba.
Todo el humo que había estado guardándose se vertió en el aire.
Se quedó sin nada en los pulmones, tosió. Aester se acercó a él renqueante y apretó también sus costillas.
Los dos miraron hacia el bosque. Las sombras brotaban de la sombra de los árboles, porque saltar de sombra en sombra era una forma rápida de moverse, pero ya no necesitaban ser rápidos, ya estaban encima.
Entonces se deshicieron los primeros de ellos que habían entrado a la densa nube de humo. Porque no se les veía, y si no se les podía ver… no existían las sombras.
—Esa ha sido una buena —admitió ella.
—Y un poco de coña.
—¿Un poco?
—Pues me acabo de cargar a todas las cosas esas. Todo coña no ha sido.
—¿Crees que vas a parar a unos bichos que se meten en las sombras de las cosas? Te has cargado a un puñado. Date con un canto en los dientes y no dejes de correr.
Aester le cogió la mano. Él cogió el cigarro y se lo devolvió a los labios, y volvió a succionar.
—Larguémonos antes de que tosa también un pulmón.
—Si es imprescindible...
Era hipnótico, oír los chirridos, saber que se estaban materializando a partir de la última sombra, y que estaban muriendo uno detrás de otro inmersos en el humo.
—Venga. No me apetece que me toque y me convierta en una incorpórea sombra patética que solo existe mientras no haya niebla.
—Te sobrestimas, pequeño trozo de polvo de estrella. Ya lo eres.

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