La primera rebelde.

La caída de la cascada, que se desplomó y se derrumbó sobre los ingenuos del puente.
Se los llevó a todos por delante, el futuro más prometedor de un país no muy importante. Tampoco hubo futuro, así que nadie les echó de menos.
Retumbó, atronadora, cuando se abalanzaba encima de ellos, voraz porque llevaba milenios sin comer.
La cascada fue la primera en rebelarse, pero no fue lo último en caer.
Recuerdo que después se vinieron abajo los rascacielos,
Lo recuerdo desde los ojos de mi madre, que es inmortal. Faltaban aún décadas para que naciera yo. O para que naciera ninguno de los otros protagonistas.
En aquella época estaba solo mi madre, solo ella para recordar cómo el continente se había deshecho en cuatro piezas, hacía milenios, y solo ella en la tierra de hielo cuando los rascacielos se hundieron.
Ruinas de gente, gente como ella, gente que ya estaba extinta, las últimas huellas de desafío al mundo que había acabado con ellos.
Ignoro cómo debe de doler eso. No hay otra criatura viva que haya visto algo igual.
Pero nosotros tuvimos que ver algo semejante.
La misma criatura que miró a los ojos de mi madre mientras mataba todo lo que ella había querido en esas pupilas. La misma que partió el continente en pedazos por detenerla. La que rebeló la cascada como si fuera un monstruo, porque controlaba cosas que nosotros ni siquiera podíamos percibir. La que mató a la gente del puente para advertirnos que no podríamos frenarla. Aún recuerdo cómo miraron. Aún recuerdo la expresión exacta de sus pupilas al morir porque sabían, porque lo sabían perfectamente, que usaban sus vidas solo como un aviso para todos nosotros. Y nosotros solo hicimos que devolverles la mirada.
Esa criatura fue a la que tuvimos que enfrentarnos, y si eso dolió de aquella manera, no entiendo cómo pudo hacerlo lo que vio mi madre.
—Yo soy el mundo —recuerdo que dijo, nos lo dijo a nosotros, mientras la cascada se derrumbaba a su espalda. Y cómo no íbamos a creerle.

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