Color.
De todo su fuego ya
solo quedaban sus colores.
Color, como la
llamaban a ella, ya solo sentía el frío. El azul del frío.
Como un calambre
trepándole por la piel, apoyando sus patas de engendro en cada poro. Pero Color
compuso una expresión impasible.
Los que la habían encerrado la miraban desde detrás de los cristales, pero no sabrían nada de ella mirándola, no sabrían que le dolía el hombro
derecho en el punto donde la habían apuñalado, donde viejos amigos la habían mirado desde unos ojos muertos antes de herirla; no sabrían que tenía frío, que el frío le daba miedo, pero
que el frío no podía hacerle daño.
No sabrían toda la
gente que había sucumbido al frío y que Color, por ello, tenía mucha más suerte
que todos ellos.
Que dejaba que la
llamasen Color para recordar todo lo que el frío le había enseñado, que no
dejaba que usasen su auténtico nombre porque aún tenía a quién proteger.
Color ya no tenía
sus tatuajes hechos de magia condensada en la piel, y por eso detrás de los
cristales creían que no debían tenerle miedo. Hasta que explotó.
Con el silencio y la
sencillez de la evidencia más certera que se clava en un corazón por sorpresa.
La evidencia de que aún le quedaba magia, tatuada en su piel porque Color no
podía usarla de otra forma, en forma de tatuaje de líneas azules que centelleaba
en las palmas de sus pies.
Solo uno sobrevivió, y habló, trémulo y aterrado.
—Color... Tú no eres Color...
Color bajó la
cabeza. Color no era una persona, pero
lo era casi todo ella; Color era un símbolo y ella
era su cara. Y acabar con ella nunca podría frenar el mito.
Así que Color alzó la barbilla y le miró a los ojos moribundos, desde sus pupilas
almibaradas.
—Color es imparable.
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