Bestia contra el sol.

Cuando vio la nube fue demasiado tarde.
La luz se interrumpió, mínimamente, porque la nube no alcanzaba a tapar el sol. Pero bastó para él. Sintió que el hilo invisible del que pendía se deshacía y se sintió caer, y se agarró al pelo de la bestia. Ella se estremeció, tembló de dolor bajo sus pies con la eficacia de un pequeño terremoto. Él se agarró a su pelo y trepó hasta que llegó a su lomo, donde podía apoyar los pies.
— ¡Lo siento! —le gritó. La bestia tembló otra vez, con un último espasmo dolorido, y él echó a andar.
Entonces vio a todos los que le observaban desde abajo.
Toda la gente, pequeña como hormigas, que le contemplaban. Le contemplaban de tal forma que casi pudo ver sus expectativas, volcadas en él, volcadas contra ella. Siguió andando, procurando que la respiración de la bestia no le arrojara al suelo. Hasta que vio las orejas, y finalmente la nuca. Y empezó a descender. Tenía que descolgarse usando su pelo añil, pero ella no soltó un quejido. Bajó, por su mejilla, tuvo que dejarse caer un metro para llegar a la barbilla, y desde allí vio la flecha. Hundida en el pelo, una flecha de una catapulta ballesta, tan grande como él, clavada bajo la clavícula de la bestia.
Soltó una mano. Por un momento el mundo contuvo el aire.
Extendió la mano libre hacia el abismo y luego la redirigió hacia la flecha. Y por un momento hasta él creyó que la hundiría. Porque era como un imán. Porque podía. Podía repelerla y hacer que se hundiera más hasta matarla. Pero tiró.
La flecha tembló un instante, la bestia se quejó de dolor, pero él tiró hasta que al fin lo logró.
La flecha cayó y él sintió que se le aflojaban los dedos, y lo prefería. Lo prefería a bajar a pie y enfrentarse a aquella gente.
La bestia lo recogió con suavidad antes de que cayera. Le miró con un gesto indescifrable, le dejó con cuidado sobre su nuca, de donde sería difícil que cayera, desplegó las alas y así es como mamá pudo volver a casa.
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Abrazo.
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