A todos los hijos de las gaviotas.

— Mi reino y mi mano en matrimonio al hijo de la gaviota.
No estaba loca, o eso clamaba ella, erguida de puntillas solo porque era antiprotocolario. El reino que no quería y una mano tendente a escalar acantilados y perderse de la vista de los súbditos. A un hijo de las gaviotas, a uno de esos pescadores que tenían una gaviota en el hombro, ojos alargados y tatuajes azules para camuflarlos en el mar y de otros colores para fundirse con el coral.
A nadie le extrañó de una princesa tendente al homicidio de su opinión pública. Los reyes no la habían repudiado porque era la única heredera, o sea, lo habían hecho, pero se habían retractado cuando la reina declaró que estaba enferma y el rey no quiso cargar con el trono, sorprendiendo a la princesa en pleno viaje por las cordilleras centrales del reino. Volvió, claro; necesitaba un colchón de vez en cuando y ese era el que se conocía mejor. Cruzó la frontera, le pusieron una corona y una correa, y ella se lo tomó con humor, se vistió con una falda, se hizo un tatuaje más y proclamó que se casaría con hijo de la gaviota. Su abuelo les había prohibido entrar en las ciudades con tatuajes y ella ahora dejaba entrar a uno en su cama.
Llegó uno, con una gaviota no sobre su hombro, sino aleteando de vez en cuando cerca, a veces sin verla cerca, la princesa decidió que le gustaban sus tatuajes y hubo boda real. La princesa se casó a escondidas, firmó los papeles, le besó y se tatuó la cara como el coral de su cala favorita. Le enseñó la utilidad de una mochila, volvió a las cordilleras y viven muchas historias.
Y nada, Cala, de ahí tu nombre, por qué tu madre no habla de sus padres y por qué el escudo real es una gaviota. Y ahora vete a la cama.

Comentarios

Irene, ha dicho que…
Tu blog tiene algo que hace que quiera quedarme.