Déjame en llamas.

Ni que yo te lo hubiera pedido.
Ni cuando me miraste y tu melena voló sobre tu espalda, acróbata. Ni con ese volteo, rápido, pero indeciso -o te habrías ido-, y yo lloré. No.
Y querías explicaciones.
—Cuando te besé te dije que no lo haría. —advertí.
Tu orgullo, agazapado en las pupilas, titubeó un momento. Luego se inflamó. Taconeaste escaleras abajo como si la enorme maleta arrastrara de ti, y no viceversa. Sí, exactamente así: ella detrás de ti, pero tus ojos ocupados en otras cosas, en llorar pensando qué iba a pasar ahora, por ejemplo. Sin piedad entre nosotros, ¿no iba a despedazarnos el mundo? ¿No había sido siempre así? ¿No nos habían tirado papá y mamá a los lobos y habíamos seguido vivos por casualidad?
—Déjame... —murmuraste.
—Siempre te dije que no.
Apretaste los dientes porque sabías que eras la primera víctima de todo aquello. ¿Qué son los generales sin su soldado? Como un hoplita sin armas. Los dos éramos lo bastante poderosos y habíamos hecho ya suficientes malos tratos y maravillas. Ninguno estaba dispuesto a desarmarse y solo había sido cuestión de tiempo que nos explotara de aquella mala manera.
En mi cabeza lo dije. Pero solo ahí. Oírlo me dolió pero no lo hice material con los labios. Torciste la cabeza porque eras capaz de oír dentro de la mía, y aquello dolía. Déjame en llamas.
—No podemos luchar sin ti, lo sabes.
—Me da igual. —aquella vez era cierto.
—Bueno. —apretaste los dientes. Vi la muesca que te habías partido al conocerme y salvarte de las sirenas. Vaya, qué cosas. Toda una señora diosa, haciendo la maleta y abandonando mi cama con el rabo entre las piernas.
Volviste la cabeza de forma extraña, y voló tu melena... y oh, lo vi, maldita ratera teatrera. El tatuaje de fuego que resplandecía cuando había guerra o cuando yo estaba cerca. Lo preparaste perfectamente como si nunca hubiese dejado de ser tu pequeño títere y a ti no te encantase, más que nada, el guiñol. Y dejarme en llamas.
—Nunca te pedí que me enamoraras. No llores, Eros.
Eros dudó. Estabas ya en el quicio de la puerta. Eros dudaste.
De espaldas. El tatuaje se había apagado porque te habías alejado de mí como si nunca hubiera estado ahí.
—Almo.
Dijiste mi nombre, tan sólo, con el remordimiento y los rebordes de una sonrisa mordiéndote los labios tan profundamente que se veían desde tu espalda. Y sé que estabas triste, Eros, de todas las maneras.
Me tendiste la mano. Como si no Ares se tirara de los pelos por verte hacer aquello y Afrodita se sintiera traviesa al verse de nuevo en aquel error.
Déjame en llamas —ofreciste.


Comentarios

Andrea ha dicho que…
heleídoymegustaperonotengopalabras♥

muchos abrazos ( de oso )