Vomité.


Sentí que con su caída perdíamos una parte de nosotros. Y la perdíamos. Nos habíamos hecho intensamente a ella, a sus colores, a las medias que llevaba los domingos porque le gustaban los domingos, porque sí. Se le cerraron los ojos inmediatamente, mientras el eco del disparo todavía resonaba y rebotaba en nuestros tímpanos y en las paredes del lugar. Cayó y nos miró, o no sé si nos miró, si eso podía hacerse. Yo la miré. Yo sabía cosas de ella que ninguno de ellos sospechaba y yo no sospechaba que ella sabía que la quería como un loco. Ella me miró y no sabría decir todavía en qué momento murió. Tal vez lo hizo durante toda esa caída. La acción de desplomarse, doblada y quebrada por el tiro, acabaron con ella antes de que cayera al suelo, sin entenderlo, me mirara y expirase.
Ellos cuentan que ganamos la batalla, aunque hubo bajas. Yo solo sentí que perdíamos una parte de nosotros, que nuestras raíces se desintegraban y ya nunca volvíamos a ser capaces de erguirnos en condiciones. Solo nos limitaríamos a tambalearnos. Eso es lo que cuento cuando me preguntan a mí, huraño, cuando alguien se acuerda de lo que pasó y me encuentra bebiendo agua con gas en una barra. Lo supe, no lo creí, tuve la certeza en ese momento en que ella moría delante de nosotros mientras los demás se abalanzaban sobre el tirador y yo me quedaba inmóvil, y sentí que cuando me agaché para besarla, porque todavía no debía haber muerto -respiró al unísono conmigo-, era el último movimiento inteligente que haría en toda mi vida.
Le dije que me levantara, porque yo ya no tenía fuerzas, y cuando no hubo respuesta empecé a comprender cosas. Pero solo ideas tan grandes que escapan a la pequeña comprensión de la gente como yo. Que había acabado algo como no debería haberlo hecho nunca, que ella había caído y al hacerlo nos había arrastrado a todos al agujero rodeado de rocas demasiado escarpadas para aferrarse. Y desde entonces caíamos, tambaleándonos, recordando de vez en cuando que ella creía que todos los caminos seguían siempre los mismos derroteros. Procuraba no decirlo si no estaba yo. Porque yo rompía el hielo descorchando una botella, diciéndole que estaba loco por ella con los ojos, de alguna forma que degeneraba en otras cosas. Lo importante era no escucharla cuando nos avisaba que íbamos a perder.
Y, al volver, la realidad siempre ataca con una fuerza enloquecida.

Levántame, porque yo ya no tengo fuerzas.
—.

Nadie es capaz de cerrar los ojos como yo y recordar que el disparo fue el último sonido que existió en la realidad. Ahora solo el silencio. A veces, en el bar, cierro los ojos y pienso. O eso dicen que hago. Solo recuerdo, a una velocidad vertiginosa, como pasar las páginas de un álbum compulsivamente, para ver si esa velocidad hace que las fotografías cobren movimiento. Y bueno, lo hacen, pero no suenan. Y el silencio es tan terrible cuando tienes que escuchar solo una última detonación, una caída con el silencio de la de una pluma, sin que reste ya nada. Con su caída sentí que perdíamos una parte de nosotros, y la perdimos.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me duele y me gusta tanto leer esta historia que lo haría todas las mañanas de no ser por el peso que se cuelga de mi alma y se niega a soltarse hasta que afloran las lágrimas.
Demasiado precioso. Demasiado.