Amanecer en las venas

 Ella tenía esos tintes de amanecer de gran ciudad en la piel rodeada del aura de humo de sus cigarros. El cartón lo llevaba en el bolsillo, en lugar de cualquier mp3 o móvil, después de todo eso a ella no le habría valido para nada. La gente que a ella le interesaba estaba en la calle y vivía de esa mierda.

 Niña, quién te ha visto y quién te ve, con esa sombra por mirada que ni siquiera se esforzaría en dejar pasar la luz. No sé qué ha anidado en tus pupilas, pero es una sombra, tal vez sea la muerte, nunca se sabe, tal vez tú y tus gestos de serpiente seáis la muerte. Y qué diantre, me importa una mierda. Mátame si eso te limpia.

 Pero en el fondo sabemos que tú ya no tienes forma de limpiarte.
 La pistola se apoya en el nudo de mi estómago, pero no por el arma, no por el fuego, no por el dolor, es por ti. Ella. Siempre tan amanecer atragantado y, pues, oscuro.

—¿Quién te enseñó que querer no era bastante? —dijo mi hilo de voz.
 Sus ojos se pasearon por las huellas de los puñetazos en mi cuerpo a medio desnudar, cruelmente medio tapado, se pasó la lengua por los labios. Mi mente no lo aceptaba, pero por un segundo mi corazón se creyó el ganador de aquella fiera dispuesta a matarme.

—Estoy dispuesta a matarte, y lo sabías.
 Desliza el metal por mi ombligo, ay, se debe saber esas curvas suaves de memoria de tanto balancearse sobre ellas, y ahora parece encontrárselas por primera vez.

—Te quiero, Stela.

 Qué jodidamente grande querías hacerte parecer, niña, subida a esos tacones a los que poco antes apenas te habrías atrevido a columpiarte, y míranos, cansados hasta de follarnos. Y mira la corona de humo que la adornaba, brutal. Hermosa fiera al filo del barranco. Intenté salvarla, y ella lo sabía.
—Vete a la mierda —vi el humo del tabaco antes de que el del cañón me atravesara.