Delirios idiotas de un acordeón cascado.

(ALLEGRO)

(música también aquí)
—Musas, ayudadme —solloza con voz quebrada entre lágrimas.
La dulzura de sus besos se le vuelve a clavar en el pecho. Más allá del corazón, órgano latente sí o sí. Lo que le duelen son los pulmones, que apenas pueden coger aire, que detestan coger aire. El aliento quema. La mente suplica que deje de respirar.
El sonido del chelo desgarra el ambiente de la habitación. Una habitación sosa, de paredes blancas. Ya no están los papeles en el escritorio, ni el teléfono que hace tanto arrancó de su sitio porque no podía escribir. El tratamiento hace que las manos le tiemblen tanto que las plumas terminan rotas de tanto caer al suelo.
No le duele el cáncer que le devora el alma y la vida. No le duele el remedio, sin duda alguna peor que la enfermedad, que le convierte en una triste sombra. Le duele ella. Le duele haberse vuelto incapaz, incluso, de visitar la piedra que representa todo lo que un día fue.
Eso es el dolor, pequeño cazador de ideas que ya apenas arranca agónicas notas a un instrumento triste, tú lo sabes bien.
No en vano te conocen en el hospital, no en vano todos evitan entrar cuando reúnes las fuerzas para tocar. El chelo, un chelo viejo, cuyas notas despiden polvo. Pequeño artista, no, no pienses quién te lo regaló un día.
Está olvidando el sonido de su propia voz, pero la nota es tan fuerte que no se oye a sí mismo, así que habla:
—Por encima de todo, no he perdido mi vida, te he perdido a ti —murmura, lleno de agua salada.
Ojalá pudieras culpar a alguien, pero no es así. La vida no comprende que hay gente que merece ser eterna, que ella podría haberlo sido a tu lado, y a ti... A ti te vence la melancolía en forma de célula.