Auriel.



Tenía los sueños grandes y quebradizos.
Como un gigantesco castillo de naipes.
Se derrumbaba cuando la vida dejaba de ser lo que su mente pequeña tenía planeado.
Caía.
Y hecha pedazos alguien tenía que intentar levantarla.
Ella comprendía que ella misma tenía que ser su pilar. Su alza, su grúa. Pero era ella la que rompía a llorar cuando el corazón se le iba quedando solo.
¿Qué te impide ser feliz?
Se mordía los labios mientras pensaba la respuesta. Yo. Mi cabeza. Mi mente. Yo.
Los dragones, a veces, la dejaban sola. A veces tenía que enfrentarse sola a la vida. Y lo que dolía era darse cuenta de que podía llegar a conseguirlo. Sola. Porque ella necesitaba los abrazos, las miradas, los gestos, las palabras.
A los pájaros de su cabeza les gustaba desenredarse de aquel pelo castaño e irse a hibernar a otra parte, dejándola con el frío calándole el alma. Las letras que destilaban sus dedos empezaban a desgarrarle al escupirlas, y se siente sola y perdida. El mañana se pierde en el horizonte, tan lejos, tan insondable. Vivamos el presente, repite como una letanía. Pero la gente de su presente cambia y a ella no le gusta ser el barco a la zozobra.
Se bloquea cuando escribe. Mira el papel con pánico y las lágrimas vencen la batalla una vez más. Sólo quiere que alguien le susurre al oído que todo estará bien. Recuperar la magia de antaño. Soñar con volar pese al vértigo. Que el corazón chispee otra vez. Que vuelva a saborear la magia de lo nuevo.
Y lo único que siente es miedo. Maldito pasado que nos devora el futuro.

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