Bienvenido a mi vida.

—Bienvenida —sonrió él.
Ella franqueó el umbral y se echó sobre el diván. Con la misma sonrisa indeleble, él se sentó en el butacón contiguo.
—A ver, cuéntame. ¿Qué pasa?
El silencio de la consulta fue lo bastante convincente. Él suspiró y perdió su preciosa sonrisa, pero lo que a ella le gustaba realmente, se dijo sin quitarle los ojos de encima, era él. Alegre o decaído.
—Aún no has podido decirle que estás enamorada de él, ¿no? —rápido asentimiento— ¿Por qué?
    Porque cuando te miro me fallan las palabras que escribo cada noche en la almohada.

    Porque tus ojos son las dos estrellas más brillantes que veré jamás.

    Porque tu sonrisa me destroza y me revive al mismo tiempo sin saberlo.

    Porque mi coraje se desvanece en cuanto apareces ante mis ojos.

    Porque te di la bienvenida a mi alma hace tiempo, y aún sigo esperando a que vengas.

    Porque mis ojos me cuentan que tu corazón no siente lo que el mío.

    Porque algún gilipollas inventó la profesionalidad de los psicólogos.
Sin responder, se encogió de hombros. Él suspiró y apuntó algo en su cuaderno de psicólogo.
—No puedes pasarte toda la vida así. —dijo él con voz queda. Su corazón latió un poco más rápido en su pecho, rebelde.
—¿Y por qué no? —contestó en un hilo de voz.



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