aquello costó sangre, sudor y lágrimas.
Una bala le atravesó la pierna en aquella nueva vorágine de tiros de la que casi salía ileso otra vez. Contuvo un grito de dolor y miedo para tirarse al suelo, a salvo en aquella asquerosa trinchera.
—Joder —murmuró mientras alguien se acercaba a él.
—¿Te duele? —dijo el nuevo.
Jon le miró con expresión de pocos amigos. Era un mocoso que ni siquiera se había acostumbrado aún a las chinches y la tela áspera del uniforme verdoso.
Fue a contestar, arisco, pero se quedó callado.
—No, ya no —dijo sorprendido. El crío se tiró al suelo y le subió la pernera del pantalón antes de empezar a hacer preguntas estúpidas mientras palpaba la herida y el hueso. Era increíble que ese chiquillo estuviera allí, en medio de las balas, con la cruz roja de los médicos grabada en ese casco que a duras penas aguantaba sobre su cabeza asustada y sucia.
Jon respiró hondo el aire enrarecido y lleno de pólvora, sudor y miedo, cansado.
—Déjalo, chico... —murmuró. —No vale la pena.
—¿Estás de broma? —replicó el otro, afanándose en hacer un torniquete decente antes de intentar moverle. —Perderás la pierna, pero no la vida. Aún tienes muchos rojos a los que matar —jadeó el chico, apartándose el casco de la cara y volviendo a su tarea.
Rojos a los que matar, repitió Jon en un susurro. Ojalá hubiera tanta diferencia, a ver si realmente era posible matar a gente a tiros repitiéndote que ya no eran españoles, hermanos, camaradas, que de repente eran rojos y eso justificaba todas las calamidades que estaban cometiendo ambos bandos.
—Gane quien gane, esta guerra la han perdido los españoles, chaval —dijo con voz ronca.
—Joder —murmuró mientras alguien se acercaba a él.
—¿Te duele? —dijo el nuevo.
Jon le miró con expresión de pocos amigos. Era un mocoso que ni siquiera se había acostumbrado aún a las chinches y la tela áspera del uniforme verdoso.
Fue a contestar, arisco, pero se quedó callado.
—No, ya no —dijo sorprendido. El crío se tiró al suelo y le subió la pernera del pantalón antes de empezar a hacer preguntas estúpidas mientras palpaba la herida y el hueso. Era increíble que ese chiquillo estuviera allí, en medio de las balas, con la cruz roja de los médicos grabada en ese casco que a duras penas aguantaba sobre su cabeza asustada y sucia.
Jon respiró hondo el aire enrarecido y lleno de pólvora, sudor y miedo, cansado.
—Déjalo, chico... —murmuró. —No vale la pena.
—¿Estás de broma? —replicó el otro, afanándose en hacer un torniquete decente antes de intentar moverle. —Perderás la pierna, pero no la vida. Aún tienes muchos rojos a los que matar —jadeó el chico, apartándose el casco de la cara y volviendo a su tarea.
Rojos a los que matar, repitió Jon en un susurro. Ojalá hubiera tanta diferencia, a ver si realmente era posible matar a gente a tiros repitiéndote que ya no eran españoles, hermanos, camaradas, que de repente eran rojos y eso justificaba todas las calamidades que estaban cometiendo ambos bandos.
—Gane quien gane, esta guerra la han perdido los españoles, chaval —dijo con voz ronca.
Comentarios
un saludo!
Un beso enorme bonita :)
Me ha gustado mucho como lo describes (:
Sonrisas espolvoreadas!