hora de tocar

  Siempre le gustaron el piano y la voz humana.
  Cantaba, cantaba todo lo que caía en sus manos. A escondidas, sólo cuando ningún oído que no perteneciese a su gato podía espiarla se alzaban las notas, surgidas de ninguna parte, sólo de ella, de su alma. Porque su voz no era lo bastante buena para ser oída por otros.
  ¿El piano? Demasiado tímida para la escuela de música. De haber tenido posibilidad de acercarse un piano, habría aprendido ella sola, siempre supo que habría sido capaz. Pero no fue así. Abandonó la música, se contentó con la flauta en el colegio y escuchar de cuando en cuando el mp3.
  Hasta que, cuando tenía diez años, sus padres compraron un viejo ordenador de segunda mano. Uno que se podía usar, no como el que solo servía para jugar, el que detestaba. En el colegio, gastando horas extra por las tardes, aprendió a escribir en condiciones, usando todos los dedos de ambas manos. Y ahí empezó todo.
  Descubrió que explorar todo lo que el ordenador podía hacer no era el fin. Plus ultra, con un simple bloc de notas electrónico, podía hacer música. Música con letras, con palabras, convirtiendo en algo maravilloso las feas teclas negras. Y aquello sonaba, claro que sí, sonaba tan bien como todas las sinfonías que habría podido aprender a componer, mejor de lo que las teclas de marfil sonarían jamás en sus oídos.
  Por eso supo desde pequeña que viviría de unir letras, de crear melodías:  de la música... perdón, de la literatura.
  Si es que aún te parecen diferentes.