Viviana. Sí, Viviana.

Viviana fue uno de los animales más particulares que conocí durante mis veintitrés años de veterinario en aquel zoológico.
Los visitantes la despreciaban. Esterilizada desde joven por una enfermedad, su pelaje era tan negro como el de los machos. Era igual de fea, por tanto, que el resto de sus congéneres, tanto femeninos como masculinos. Pero a ella era raro verla de pie. No le llamaba la atención esa muchedumbre chillona que arrojaba cosas a su recinto. Ni siquiera cuando un afortunado cacahuete lorgaba aterrizar en su alejado rincón, o incluso golpearla. Entonces, sólo lanzaba un penetrante graznido y recorría a todos los niños y adultos con sus penetrantes ojos negros. Luego volvía a mirar, tranquilamente, hacia el cielo. Ni siquiera la lluvia interrumpía su ritual. En verano y en invierno, a veces incluso paseaba un poco por su hábitat, estirando sus músculos desusados. Pero en primavera y en otoño nunca hubo fuerza capaz de moverla. Ni siquiera nos dejaba tocarla, volviéndose agresiva; sólo a mí me permitía acercarme, incluso acariciar aquellas grandes plumas.
Viviana y yo compartíamos su secreto: aquel avestruz miraba el cielo en espera del vuelo de las aves migratorias. Por eso le gustaba tanto observar durante la primavera y el otoño, cuando todos los días cruzaban el sol varias bandadas.
El problema siempre fue que la salud de Viviana era muy, muy frágil. Y, con el paso del tiempo, llegó el momento en el que tanto tiempo inmóvil a la interperie le pasó factura. Se recuperaba peor de sus dolencias, que, por cierto, eran cada vez más y más frecuentes. Parecía que Viviana había iniciado una espiral de enfermedades cada vez peores de las que, quizá, no podría salir, era demasiado vieja y apática.
Un día, tras toda una noche en vela por ella y su estado, me decidí porque sabía que hacía lo correcto: ordené que la metiesen en la clínica veterinaria, donde podía atenderla mejor, pero donde también la privaba de su gran amor, ese cielo.
Tuve que aguantar el suave llanto que el avestruz me dedicaba cada vez que cruzábamos una mirada.
Viviana se nos puso peor con el paso de las horas. Ningún medicamento hizo mella en aquel cuerpecito suyo, escuálido a aquellas alturas de su vida: todavía no era vieja, pero era frágil y se descuidaba mucho.
Cuando llegó el ocaso, todos sabíamos que, o pasaba de aquella noche, o no. Y lo más probable era que no.
Me encontré ante uno de los mayores dilemas de mi carrera.
Finalmente, bajo su atenta mirada ya en silencio, y sabiendo que era una condena segura, la saqué fuera y la llevé a su rincón, donde podría seguir esperando ver los pájaros, tal vez soñando con volar como ellos sin comprender la naturaleza de su ferviente deseo.
Cuando el sol amenazaba con despuntar, y su respiración era más y más débil aunque su cuello no dejase de orientarse hacia la bóveda celeste, yo sabía que tal vez hubiese sobrevivido de haberla dejado en la clínica.
Pero tal vez no. Y preferí acabar con su última esperanza de vida para que, de morir, lo hiciese mirando su cielo.
Mientras las manos de su veterinario preferido, su único amigo humano o animal, acariciaban sus plumas, murió.
Allí se quedó, mirando el cielo, con sus alas apoyadas dócilmente en mis piernas estiradas. Y no vio el amanecer.
dedicado a saywhatyouthink

Comentarios

Carlos ha dicho que…
Oh que emotivo :)
Un beso
While ha dicho que…
¡Sabes que me encantó! ><
Es super triste y bonito a la vez :)
Anónimo ha dicho que…
Yo no se que habría hecho, pero me parece bien la decisión que tomó el veterinario, como amigo suyo que era.
Triste y muy bonito :)
Un beso.
Mandarina ha dicho que…
Mmmmmmmm la verdad es que sí tengo algo de vértigo :) jejeje pero no te espío, tranqui, en cuanto a lo del pie, yo por conocidos he tenido tantas malas experiencias con médicos que no tengo ninguna fe :((
Un lobo durmiente ha dicho que…
me encanta, puesto que tu sabes mezclar la tristeza y lo bonito. Es algo maravilloso, muy emotivo. Me dejó muy alucinada que escribieras esto,pero me alegro y te doy las gracias. Fuss, eres la mejor ;).