Los televisores de la planta
basado en un caso real del Hospital 12 de Octubre de Madrid
-¡Íñigo, ven!
-Espera un momento, Amanda. -sonreí a aquella pequeña. Cogí su mano y la apoyé sobre el algodón que apretaba yo hasta ese momento. -Aprieta fuerte y cuenta hasta cincuenta.
-¡¡Íñigo, joder, ven de una vez!!
Hala.
-¡Raúl, vuelve a decir un taco delante de mis narices, y de las de los críos, y te juro que la jefa va a enterarse! -le grité mientras salía a su encuentro.
Enrojeció un poco al verme, pero aclaró muy dignamente:
-¡Es que esto es urgente! ¡Quieren quitar los televisores!
Le miré como si estuviese bebido.
-¿Qué televisores?
-¡Los de los críos!
-¿Qué? ¿Cuáles? ¿Y quiénes?
-¡Íñigo, tío, que eres enfermero, no te aleles! ¡El hospital quiere quitar los televisores de los niños!
-¿Nuestro hospital?
-No, el vecino, es que dice que la estética... ¡¡Claro que el nuestro, tío!!
-Vamos a ver, ¿intentas decirme que la dirección de nuestro hospital quiere quitar los televisores gratuitos que la AECC puso de su bolsillo?
-¡¡Sí!!
-¿Cómo no nos han dicho nada?
-Sí lo dijeron, pero dos semanas de baja por hernia pasan factura, guapo.
-Déjate de coñas, Raúl. -le indiqué no muy amablemente. -No puede ser. Pleno siglo XXI. Quieren quitar a niños con cancér los televisores gratuitos que la Asociación Española Contra el Cáncer ha pagado de su bolsillo.
-Sí. Los han quitado ya de la planta de Oncología, y ahora vienen a la Infantil. Por eso te llamo. Ésto es pequeño y sólo estamos tú y yo, a estas horas...
-Te juro que no les dejaré hacerlo.
-Te ayudo, por eso te llamaba...
-Paso, por favor. -nos demandó un señor que nos sacaba tres cabezas. Raúl y yo le miramos con antipatía.
Llevaba una carretilla llena de cajas vacías para meter los televisores de las habitaciones.
-Vengo a recoger...
-Una colección de saladas lagrimitas. -soltó Raúl. -Porque es lo que conseguirá.
-Mire, yo soy un mandao. Hago lo que me dicen.
-¿Por eso va a quitarles a unos niños pequeños la única distracción que tienen mientras tumores malignos crecen por sus cuerpos? -le solté. -¿Así duerme por la noche?
El tío me miró con cara de menos amigos que yo.
-O me deja pasar o llamo a los de seguridad.
-Adelante, que le ayuden, no vaya a ser que entre usted y su compañero -miré al otro, vestido con el mismo mono azul y portando otra carreta- no sean capaces de pasar por encima de dos enfermeros y hacer llorar a suficientes chiquillos. ¿Sabe de qué estamos hablando?
-Sí, de si cobro o no mi salario. -me gruñó. -Y, o se quita, o le aparto yo.
-Inténtelo siquiera. -le resoplé. Ignoré que me sacaba más de una cabeza y más de dos cuerpos, y que yo llevaba gafas y nunca fui el gimnasta de la clase. -Aunque tengan que recogerme con cepillo y recogedor, le juro por lo que más quiera que esas cajas salen de aquí como entraron: vacías.
-¡A ver, qué pasa aquí! -exclamó María, apartando al gorila de un empellón. -¡Íñigo, qué son esos gritos!
-No pienso dejarles pasar. -dije dignamente.
Su rostro se dulcificó: miró al enfermero miope y tímido que había enrojecido de rabia, como pocas veces podría ver. Me entendía perfectamente. Y eso lo hacía peor aún.
Lo que pasaba era que era demasiado cobarde como para rebelarse.
-Íñigo, sé lo qué piensas...
-Ni Raúl ni yo nos moveremos, jefa. -la corté. Raúl, calladito detrás de mí y encogido ante mi ira (yo, enfermero niñera, como me llamaban), asintió. -Así que ya pueden irse estos dos... tipos.
-Mira, retaco, no voy a perder mi trabajo por lo que tú pienses. -me espetó.
-Váyase a la mierda.
Visto y no visto: al segundo siguiente, yo estaba en el suelo, completamente aturdido y con un ojo poniéndose morado por momentos. María y Raúl estaban a mi lado, no sé qué decían.
Sólo vi al pequeño Juan golpeando al gorila con todas sus fuerzas de niño de cuatro años.
Aparté a Raúl de un empujón y sujeté a Juan, que no dejaba de chillar entre lágrimas.
-¡Juan, Juan, peque, tranqui, estoy bien! -le dije, aterrorizado. Tuve que repetírselo antes de que me oyese.
Sus ojillos negros empapados en lágrimas se me quedaron anclados, llenos de pavor.
-¿Por qué estabas en el suelo?
-Me puse malo un momento, Juan, pero estoy bien, mírame. ¡Soy yo, aunque mis gafas estén hechas migas sigo siendo yo!
-Tienes un ojo muy grande. -me susurró. Tuvo que repetírmelo para que le oyese.
-Sí, y se pondrá morado, pero no te asustes. Este señor de azul y yo estábamos jugando, Juan, tranquilo. -insistí, ya que aún respiraba agitadamente. -No me ha hecho daño ni nada, estoy bien, perfectamente, no llores, por favor.
Su pequeño puño trataba de limpiarse las lágrimas de un rostro enrojecido, que se crispó por el llanto antes de lanzarse contra mí con tanta fuerza que, arrodillado como estaba, casi caí hacia detrás. Le pasé la mano por la cabeza pelada, hundida en mi pecho, y miré a aquel hombre de azul.
Rodeé el cuerpecillo que lloraba apoyado contra mí y le dije algo tranquilizador mientras María me ayudaba a calmarle.
Raúl se levantó y le dijo algo a aquel hombre. Salieron juntos: Raúl volvió a entrar, solo, mientras María y yo seguíamos intentando calmar al aterrado pequeño.
Bien: hoy por hoy, la planta de Oncología Infantil es la única que conserva unos televisores que los pacientes pueden ver de forma gratuita. Todo gracias a la AECC, al puñetazo que me llevé y a las palabras que Raúl regaló al gorila en soledad. Palabras que nunca ha querido contarme, por cierto.
-¡Íñigo, ven!
-Espera un momento, Amanda. -sonreí a aquella pequeña. Cogí su mano y la apoyé sobre el algodón que apretaba yo hasta ese momento. -Aprieta fuerte y cuenta hasta cincuenta.
-¡¡Íñigo, joder, ven de una vez!!
Hala.
-¡Raúl, vuelve a decir un taco delante de mis narices, y de las de los críos, y te juro que la jefa va a enterarse! -le grité mientras salía a su encuentro.
Enrojeció un poco al verme, pero aclaró muy dignamente:
-¡Es que esto es urgente! ¡Quieren quitar los televisores!
Le miré como si estuviese bebido.
-¿Qué televisores?
-¡Los de los críos!
-¿Qué? ¿Cuáles? ¿Y quiénes?
-¡Íñigo, tío, que eres enfermero, no te aleles! ¡El hospital quiere quitar los televisores de los niños!
-¿Nuestro hospital?
-No, el vecino, es que dice que la estética... ¡¡Claro que el nuestro, tío!!
-Vamos a ver, ¿intentas decirme que la dirección de nuestro hospital quiere quitar los televisores gratuitos que la AECC puso de su bolsillo?
-¡¡Sí!!
-¿Cómo no nos han dicho nada?
-Sí lo dijeron, pero dos semanas de baja por hernia pasan factura, guapo.
-Déjate de coñas, Raúl. -le indiqué no muy amablemente. -No puede ser. Pleno siglo XXI. Quieren quitar a niños con cancér los televisores gratuitos que la Asociación Española Contra el Cáncer ha pagado de su bolsillo.
-Sí. Los han quitado ya de la planta de Oncología, y ahora vienen a la Infantil. Por eso te llamo. Ésto es pequeño y sólo estamos tú y yo, a estas horas...
-Te juro que no les dejaré hacerlo.
-Te ayudo, por eso te llamaba...
-Paso, por favor. -nos demandó un señor que nos sacaba tres cabezas. Raúl y yo le miramos con antipatía.
Llevaba una carretilla llena de cajas vacías para meter los televisores de las habitaciones.
-Vengo a recoger...
-Una colección de saladas lagrimitas. -soltó Raúl. -Porque es lo que conseguirá.
-Mire, yo soy un mandao. Hago lo que me dicen.
-¿Por eso va a quitarles a unos niños pequeños la única distracción que tienen mientras tumores malignos crecen por sus cuerpos? -le solté. -¿Así duerme por la noche?
El tío me miró con cara de menos amigos que yo.
-O me deja pasar o llamo a los de seguridad.
-Adelante, que le ayuden, no vaya a ser que entre usted y su compañero -miré al otro, vestido con el mismo mono azul y portando otra carreta- no sean capaces de pasar por encima de dos enfermeros y hacer llorar a suficientes chiquillos. ¿Sabe de qué estamos hablando?
-Sí, de si cobro o no mi salario. -me gruñó. -Y, o se quita, o le aparto yo.
-Inténtelo siquiera. -le resoplé. Ignoré que me sacaba más de una cabeza y más de dos cuerpos, y que yo llevaba gafas y nunca fui el gimnasta de la clase. -Aunque tengan que recogerme con cepillo y recogedor, le juro por lo que más quiera que esas cajas salen de aquí como entraron: vacías.
-¡A ver, qué pasa aquí! -exclamó María, apartando al gorila de un empellón. -¡Íñigo, qué son esos gritos!
-No pienso dejarles pasar. -dije dignamente.
Su rostro se dulcificó: miró al enfermero miope y tímido que había enrojecido de rabia, como pocas veces podría ver. Me entendía perfectamente. Y eso lo hacía peor aún.
Lo que pasaba era que era demasiado cobarde como para rebelarse.
-Íñigo, sé lo qué piensas...
-Ni Raúl ni yo nos moveremos, jefa. -la corté. Raúl, calladito detrás de mí y encogido ante mi ira (yo, enfermero niñera, como me llamaban), asintió. -Así que ya pueden irse estos dos... tipos.
-Mira, retaco, no voy a perder mi trabajo por lo que tú pienses. -me espetó.
-Váyase a la mierda.
Visto y no visto: al segundo siguiente, yo estaba en el suelo, completamente aturdido y con un ojo poniéndose morado por momentos. María y Raúl estaban a mi lado, no sé qué decían.
Sólo vi al pequeño Juan golpeando al gorila con todas sus fuerzas de niño de cuatro años.
Aparté a Raúl de un empujón y sujeté a Juan, que no dejaba de chillar entre lágrimas.
-¡Juan, Juan, peque, tranqui, estoy bien! -le dije, aterrorizado. Tuve que repetírselo antes de que me oyese.
Sus ojillos negros empapados en lágrimas se me quedaron anclados, llenos de pavor.
-¿Por qué estabas en el suelo?
-Me puse malo un momento, Juan, pero estoy bien, mírame. ¡Soy yo, aunque mis gafas estén hechas migas sigo siendo yo!
-Tienes un ojo muy grande. -me susurró. Tuvo que repetírmelo para que le oyese.
-Sí, y se pondrá morado, pero no te asustes. Este señor de azul y yo estábamos jugando, Juan, tranquilo. -insistí, ya que aún respiraba agitadamente. -No me ha hecho daño ni nada, estoy bien, perfectamente, no llores, por favor.
Su pequeño puño trataba de limpiarse las lágrimas de un rostro enrojecido, que se crispó por el llanto antes de lanzarse contra mí con tanta fuerza que, arrodillado como estaba, casi caí hacia detrás. Le pasé la mano por la cabeza pelada, hundida en mi pecho, y miré a aquel hombre de azul.
Rodeé el cuerpecillo que lloraba apoyado contra mí y le dije algo tranquilizador mientras María me ayudaba a calmarle.
Raúl se levantó y le dijo algo a aquel hombre. Salieron juntos: Raúl volvió a entrar, solo, mientras María y yo seguíamos intentando calmar al aterrado pequeño.
Bien: hoy por hoy, la planta de Oncología Infantil es la única que conserva unos televisores que los pacientes pueden ver de forma gratuita. Todo gracias a la AECC, al puñetazo que me llevé y a las palabras que Raúl regaló al gorila en soledad. Palabras que nunca ha querido contarme, por cierto.
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Un beso